T r a n s v i s i b l e

Miguel F. Campón

 

 

 

 

 

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Algo ha cambiado. La revolución tecnológica desplegada a través de la cibernética, y en concreto a través de las redes sociales, ha terminado por transformar nuestro modo de autoconcebirnos y de pensar al otro, de comunicarnos y de entender lo común, de articular y desarrollar discursos. El pensamiento y la génesis de lo que decimos queda comprendida en términos autopublicitarios que muestran que no somos otra cosa que la construcción de una identidad deseada. La Modernidad definida por Sloterdijk en Experimentos con uno mismo como auto-experimentación y auto-intensificación aparece, como en ningún otro momento de la historia, en su auge máximo, en un turbo-capitalismo del exceso y la infoxicación donde, desde hace algunos años, ha comenzado a emerger una ethos del cansancio respecto al ideal, regulado por períodos de silencio seguido de tentativas hacia el maximalismo del yo. Aceptados los simulacros como modo de vida, asimilada la alternativa al concepto de verdad como correspondencia o espejo de la naturaleza, quedan los perfiles humanos como fantasmas de una tecno-política que encuentra lo real en un retorno a la tierra-fundamento. En ellos, el des-velamiento del ser operado por la comprensión moderna de la tecnología aparece, casi unilateralmente, bajo fórmulas y repeticiones donde prima la cultura del gag y del tiempo real, midiendo el funcionamiento de lo existente a partir de una dromología donde la puntualidad ha pasado a ser una zona de sintonización insostenible, un acuerdo tácito entre presentes ante una aparente globalización. Si, según Heidegger, el poeta y el filósofo eran los guardianes del lenguaje como casa del ser, hoy puede afirmarse que el lenguaje encuentra su morada en los caracteres del Tweet, en la iconosfera de Instagram, Facebook o Youtube. Así se desvela aquello que llamábamos ser en la actualidad de la Ge-stell tecnológica y de la era de la información y la sincronización consensuada. Podríamos repetir, desde el nihilismo de Nietzsche en La voluntad de poder, que del ser como tal ya no queda nada.

 

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Sin embargo, como escribía Hölderlin en su himno Patmos, “donde hay peligro, crece / también lo salvador”. Pese a la inanidad del pensamiento uniformado y contra la licuefacción de la experiencia generada por las redes sociales, es posible encontrar un enfoque diferente acerca del modo de comprender la tecnología. La actual edición de ArtFutura, cuyo lema es “Tecnología humanizada”, ha mostrado una serie de artistas que apuestan por desarrollar un uso de lo tecnológico que, sin retornar a la violencia del humanismo y la subjetividad, contribuya a la ampliación y enriquecimiento de las relaciones y los modos de vida, para volverlos más empáticos y flexibles, más complejos y colaborativos, tanto con nosotros mismos como con los otros y con el mundo que nos rodea. Situando el arte en el núcleo del pensamiento técnico quizá logremos estar en disposición de abrir caminos aún inexplorados. Es en esta alternativa que acepta la oportunidad de lo tecnológico como modo abierto de estar en el mundo donde se inscribe Transvisible, el último proyecto de Lourdes Germain.

 

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Transvisible explora desde un punto de vista experimental múltiples modos de concebir lo visible. Las vías de representación ya sugeridas, aparecidas de la mano de las nuevas tecnologías, permiten a la artista investigar un área de posibilidades donde los fenómenos, al margen de las nociones de realidad y verdad, son susceptibles de modificar la experiencia. Pero, más que interpretar Transvisible como un conjunto cerrado de obras acabadas, debemos interpretarlo como proceso, como una determinada mirada hacia las imágenes que desemboca en su tratamiento singular, como un modo de ver que sigue un orden concreto de actuación, un mapa comportamental definido.

 

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Transvisible comienza con la creación de dibujos analógicos a partir de un elemento esencial: la línea. Una línea que Lourdes Germain no comprende de modo estrictamente autónomo, sino en sus relaciones y resonancias con el espacio vacío que las hace aparecer. Una línea que jamás se traza desde la previsión, sino a partir de un deslizamiento orgánico, inconsciente, en un automatismo que hace de lo visible un extraño registro biográfico, donde los momentos pasados se traducen en abstracciones presentes, en un diccionario inenarrable de imposible legibilidad. A veces, las líneas adquieren similitudes con movimientos brownianos aleatorios, nerviosos, discontinuos, imprevisibles, espasmódicos, desequilibrantes y erráticos; otras veces, y más allá de lo meramente antropológico, producen agenciamientos con elementos bióticos ajenos al Umwelt humano. Como en la película El árbol de la vida de Terrence Malick, en las líneas de Transvisible algo de nuestro presente conecta, secretamente, con un magma irreconocible, con aquello que perdimos evolutivamente y que ahora vuelve en estadios micrológicos y polimorfos, como si se tratara de membranas que sueñan antes de poner en común el significado del azar. Las líneas hacen de la superficie un espacio a descubrir y una zona donde comenzar a devenir, permitiendo desarrollos no secuenciales, no rígidos, ocupando el espacio all over hasta llegar a exeder los límites del soporte. Nos muestran que aquello que vemos no es más que un segmento finito de una inmensidad infinita, inconmensurable y nunca conclusiva.

 

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Cuando el ojo observa con detenimiento las líneas dibujadas hasta su desaparición, nos vemos incitados a seguir continuando el recorrido. Inmersos en el flujo de las formas, saltamos hacia una inexistencia. En los márgenes de la obra, fuera del límite, solo queda silencio. Y en el silencio, la matriz de una posibilidad. Lo no dicho y lo no pensado. Un pasado y un futuro posibles. El delirio de la línea quiere desprendernos de la gravedad de los hechos, pues su aparecer infinito no ha sucedido ni sucederá jamás. Si pudimos constatar la llegada de los restos de un naufragio, debemos saber que el tiempo estuvo del lado del fragmento. El tiempo, aquello que desde lo más lejano silenció su voz, desfundamentando nuestro mundo.

 

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El dibujo analógico es, para Lourdes Germain, solo un momento definido en el despliegue total del aligeramiento. Una vez trazadas las líneas sobre el papel, la artista elabora una selección de fragmentos elegidos a partir del objetivo fotográfico, que funciona, en este caso, como acotador de lo visible, como interpretación reduccionista y segmentada que permite un posterior tratamiento de los detalles a partir de códigos informáticos especializados. Y es que la apertura del mundo hacia su pérdida de gravedad requiere de una elegante modificación de lo analógico, de una desmaterialización de lo físico hacia formatos tecnológicamente producidos, digitales, donde la intuición de la artista y el cálculo lógico-matemático de la máquina deciden sobre la aparición o desaparición de las formas.

 

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Podría pensarse que la pureza de lo lineal cancela las posibles irregularidades del azar. Podríamos interpretar que la máquina introduce un mejoramiento, una superación en el dibujo. Sin embargo, el aligeramiento que observamos en las imágenes digitales viene a poner de relieve no un más allá hacia lo general y abstracto, sino un salto, un descarrilamiento, una disrupción de lo inmaterial y lo virtual. No existe transición o diferencia de grado, sino cambio abrupto o diferencia de naturaleza. Y es que la extrema levedad lograda con la modificación tecnológica de la línea no cancela algunos conceptos desarrollados en series anteriores como Mind Maps, sino que les otorga una nueva y más refinada perspectiva. Los principios de la estética zen definidos por el escritor Shin’ichi Hisamatsu (asimetría, sencillez, sequedad, naturalidad, profundidad o reserva, insumisión, paz interior, aware y yugen) no solo continúan apareciendo en Transvisible, sino que lo hacen de manera más nítida, más concreta. Nos afectan, diferencialmente, en otro sentido. Hay en ellas una ligereza post-ontológica que las aproxima a la filosofía de las espumas de la que nos habla Peter Sloterdijk en el tercer volumen de su trilogía Esferas, a una esferología plural donde no existen elementos solifificados, sino zonas compartidas, comunicantes, conviviales, construcciones efímeras, insignificantes desde el punto de vista de la permanencia y de la persistencia, pero radicalmente singulares desde una filosofía que piense el espacio del acontecimiento. Más que arraigarse en el peso de las filosofías del Uno-todo, Lourdes Germain deja que las formas entren en corrientes asimétricas semejantes a lentos fluidos en expansión, en un juego de geometrías blandas, en un “caosmos” biológico sin unidad ni totalidad cuyo comportamiento virtual gira radicalmente hacia lo transfinito teorizado por Georg Cantor y Quentin Meillassoux. Las tensiones de lo múltiple se muestran en una intensa apertura significativa, donde rebasan la subjetividad de un espacio y un tiempo meramente humanos. A pesar del cómputo matemático, la línea conserva sus relaciones con el azar, abriendo con ello una transparencia posthumana. Desde un punto de vista post-heideggeriano, la tecnología contribuye a que la línea aparezca como una nueva presencia, como una nada que se da y que está en disposición de aguardar el acontecimiento. Tras la tecnología, más allá de la producción de imágenes, la línea emerge como un límite de minimización y de fragilidad visual. Repensada en zonas virtuales, comunica la solidez del volúmen con su disolución, con la limpieza visual de un acontecimiento infra-leve que enlaza lo existente a un comienzo liberador de invisibilidad.

 

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No solo el adelgazamiento de la línea hace de Transvisible una puesta en duda de la visualidad. Igual que el ser y el tiempo dejan de ser entidades para presentarse como inexistencias, lo visible es cuestionado como mero fenómeno a percibir por un sujeto sólido. A veces las capas y contraestructuras de lo lineal aparecen y desaparecen, superponiéndose y generando, hipnóticamente, desdoblamientos, desequilibrios, repeticiones, vibraciones ópticas. En el acto unificado de la percepción irrumpe una arritmia visual y ontológica: la imagen-movimiento encuentra en sí misma y en el tránsito un acontecimiento hacia un tiempo liberado, un (no) lugar donde el presente se amplifica para dar cabida a otros presentes, más cuidadosos, afables. La artista parece decirnos que la reunión (Sammlung) que dota de sentido a lo que vemos es tan eventual como el instante vacío/pleno de nuestra coexistencia con las cosas.

 

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Pero la visualidad no solo es cuestionada mediante mecanismos de multiplicación de tiempos que exceden la unidad del presente. Los soportes de impresión usados en ocasiones corresponden a materiales que habitualmente aparecen en el campo de la señalética y en el diseño de interiores, mientras que la técnica de impresión nos remite al relieve del sistema de escritura Braille. Aquello que, en un principio, era dibujo analógico se aproxima conceptualmente, tras la posproducción y la impresión, a la invisibilidad. La materia queda, entonces, redefinida. Transvisible nos permite asistir a las paradojas y contrastes de un post-minimalismo tecnológico, donde los desplazamientos de lo sensible inauguran un lenguaje cercano el grado cero de la percepción.

 

 

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Lourdes Germain parece modificar la secuencia ordenada del tiempo para desviarnos hacia futuros solo existentes en un territorio aún impensado. En sus obras algunas raíces de ese lugar ya han abandonado la tierra para salir a un afuera sostenible, sin reducir las diferencias ni solidificar el ser en imágenes concluidas. Esperamos, junto a ellas, los desvelamientos amistosos (care) de la tecnología. Y es que la máquina, como lo humano, puede adquirir un modo poético, próximo e inocente de estar en el mundo, aprendiendo, en consonancia con los afectos pequeños, a respetar y a cuidar la nada.

 

 

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 Acerca de este concepto heideggeriano puede consultarse Vidarte, P. (2006), ¿Qué es leer? La invención del texto en filosofía. Valencia: Tirant Lo Blanch, p. 33 y ss.

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